jueves, 14 de octubre de 2010

Mis propios mounstruos (a veces)



Tener alumnos es un concepto complicado. No creo poseer ningún pensamiento digno de una cátedra, salvo aquella que pretende repetir (o mantener con vida) los pensamientos de otros. Quizás por ello me siento cómodo en la enseñanza de las ciencias. Aquello que cuando se enseña puede ser refutado con argumentos racionales o por la misma (¿por qué decimos terca?) realidad.

Reconozco que sentirse cómodo con la enseñanza es sencillo. Por el contrario el aprendizaje es una tarea dura y complicada (y extremadamente gratificante cuándo se alcanza) tanto para el maestro como para el alumno. Sé que se suele confundir enseñar y aprender. De esa confusión vienen muchos dramas familiares y la mayor parte de las críticas a los sistemas educativos. Me repito, de nuevo, el chiste: Un hombre responde a la queja de otro. “No te engañé. Cuando me compraste este perro te dije que le había enseñado a hablar. No que él hubiera aprendido.”

Reconozco que odio que critiquen a mis alumnos. Cuando cometen un error llamativo me siento como si yo mismo lo hubiera cometido. Seguramente es el recuerdo de mis años escolares donde tanto me costaba aprender mis lecciones y procuraba mantener intactas mis esperanzas en conseguirlo. Entiendo bien a los estudiantes con dificultades y me maravilla aquellos que tienen facilidades que parecen innatas.

Reconozco que odio los discursos que recuerdan las dichas y ventajas de los viejos tiempos en las escuelas. Donde al parecer todos andaban rectos, respetuosos, firmes y constantes, obedientes y poderosos en asimilar lección tras lección de conocimientos sin parar ni rechistar. Esos discursos los pronuncian personas de las más lejanas reformas educativas. Desde las del viejo bachillerato y la revalida, las del preu, las del bup y el cou, hasta ahora, las de los primeros en la eso, todos son capaces de mirar con ojos de reproches a los nuevos fracasos que compartimos en los centros de educación. Especialmente lo odio cuando lo leo o lo escucho en los medios de comunicación.

Reconozco que odio los reproches a las malas mañas de las nuevas generaciones. Tengo la sospecha que sólo pretendemos colocar(nos) un pedestal desde donde mirar por encima a alguien (al menos durante un rato). El pedestal puede (suele) ser clasista, injusto, parcial y dispuesto para evitar, en muchos casos, preguntas incómodas sobre las propias miserias de los que en ellos nos subimos. “Ya la juventud no lee.” decimos los que nunca acabamos el libro que nos obligaron a leer en la escuela y nunca leímos otro por propia voluntad. “Es que no saben hacer nada sin la calculadora.” decimos los que nos parece igual cientos de miles de euros que decenas de millones, que no somos nada sin nuestra máquina registradora o 2+3x4 nos da 20 (hasta con calculadora). “Esa música que oyen es horrible y barriobajera.” decimos los que sólo sabemos cantar (una y otra vez) las canciones ñoñas (o sexistas) de las listas de éxitos. “Ya no hay respeto.” acusamos los que vivimos aterrorizados por alguna autoridad impuesta por la dictadura, el machismo o las costumbres o simplemente ejercemos esa misma autoridad sin derecho ni réplica.

Claro que en nuestros jóvenes hay analfabetismo, ignorancia, intolerancia, violencia gratuita, sexismo. Lo sé. Sé que muchas veces dan miedo. Lo pueden ver en las aulas, en la calle, en las casas. Yo intento recordar lo difícil que es aprender en ocasiones. Procuro recordar que el teorema de pitágoras tardo miles de años en ser patrimonio de la humanidad y que estuvo guardado, custodiado, escondido por unos pocos. Los que creían, que al contrario de ellos, el resto de la humanidad era analfabeta, ignorante, intolerante y violenta. Lo que seguramente era cierto. Procuro recordar que podríamos volver a estar en esa situación si no estamos atentos. Procuro recordar un buen consejo cristiano y no prestar mucha atención en la paja en los ojos ajenos, sobre todo cuando me rasco los míos (a veces).

El sueño del sistema educativo canario (a veces) produce monstruos