jueves, 18 de diciembre de 2008

Recuerdos de Uluru


Dia 14. (12-08-06).


Es rojo. Es rojo. Este desierto australiano se reparte en partes iguales a los lados de la eterna carretera. Eucaliptos de troncos quemados que quizás fueron blancos antes. Arbustos de un raro verde. Las piedras partidas en rectos cortes se amontonan en pequeñas montañas de formas de monturrios que un niño derramó con su cubito. Y la tierra roja.

Tarde, ya convertido en llanura, el horizonte se esconde entre arbolitos que muestran sus troncos y ramas oscuros como en una radiografía. La hierba pálida crece en ramilletes señalando hacia donde marchó el viento. Ríos secos que mantienen su arenal en el cauce esperando. Allí un camello... El cadáver de un canguro rodeado de cuervos negros que saltan, asustados, al paso de nuestro bus.

Tras dos horas de vigilar el rojo y el verde bajo el azul paramos a descansar. Es hora del lunch. Apenas cuatro paredes de madera sostienen un tejado de uralita. Bajamos a la road house. Usamos sus usados lavabos y nos sentamos en sus mesas exteriores a comer sanwich y juguitos. Nos acompañan dos bandadas distintas. Una de jóvenes que comparten: platos metálicos esmaltados llenos de macarrones blancos, suciedad en la ropa, una pequeña guagua que arrastra un trol con sus tiendas de campaña y miradas alegres. Otra de cuervos que comparten: la rapiña de nuestras mesas, el color negro brillante, un eucalipto donde vigilan y gritos alegres. Tras media hora y los bocadillos por terminar corremos a subirnos al bus.

Al fin doblamos hacia Uluru. El sol calienta mi brazo derecho e ilumina, espectacular, la carretera. El rojo de la tierra asoma entre la seca vegetación recordando, sin dudas, donde vamos, donde estamos, quizás de donde venimos. Es el tiempo del sueño. Envuelve a las mías, que reposan sus cabezas en mi hombro. Buscando sueños en esta tierra, roja, claro, que los crea desde sus entrañas. Con la vista puesta adelante, en la línea recta que marca la carretera, busco Uluru y aun no lo veo. Cansados de mirarnos el ombligo, buscamos el del mundo. ¿Sera aquella montaña lejana? No eso es King Cagnion. Brilla el sol en invierno en el desierto rojo hasta que una leve y alta nube apenas durante un suspiro lo aplaca. Avanzamos y con nosotros las nubes grandes y blancas. Incluso grises allá. Uluru aparece y desaparece por la carretera agachados sin querer asomarse. Apagado en colores, las cámaras apenas lo encuadran. Ya llegados a las cercanías del hotel nos caen las primeras gotas de lluvia. Nadie parece preocuparse por ello. En Uluru llueve dos días al año, nos dicen.


Sopla el viento. Cansados del viaje en el bus intentamos aún salir en busca de la primera mirada a la roca. Pero las marcas de los miradores de nuestro plano ya no se ven. Nos vamos a dormir. Mientras lo hacemos cae lluvia a rabiar. Este es el día de la lluvia en Uluru. Nos felicitan por la ocasión que estamos presenciando. Ponemos cara de circunstancias. Hace frío y nunca conoceremos el aspecto ordinario y recordaremos el extraordinario.

Día 15. (13-08-06).

Nos levantamos bajo la lluvia. No importa. Aprovechando sus interrupciones caminaremos hacia la roca. Las niñas descubren que no se puede andar por las zonas de arena. Empapada la arena roja, los pies se hunden. Andamos al borde de la carretera siguiendo la lejana sombra. Pero es inútil. Llegamos hasta el memorial de los caídos. Otro Anzak más. Se aprecia la montaña pero la lluvia nos cala pantalones y zapatos. Debemos volver. Llegamos enchumbados. ¿Volveremos a intentarlo? Parece que tendremos un día de encierro mirando ver llover por la ventana. Tenemos marcada la salida a las 5 para ver anochecer junto al Uluru. Esperamos. Llegada la hora salimos y nos unimos a la caravana de coches. Partimos y no llueve. Aún es de día y no llueve. Avanzamos por la carretera y cruzamos el límite del parque.

la luz del sol a nuestras espaldas. Dejamos el centro cultural y el desvío a Katja Tjuya. Aparcamos y las cámaras me queman en las manos. Clic, clic, clic. Hace frío y nos ponemos los guantes. Tapamos orejas y bocas. Y el zoom intentando escarbar en los huecos de la roca. Los australianos lo llaman roca. Pero tiene, desde donde estamos un aspecto terroso. Como dice la leyenda: una montañita de arena hecha por un niño. Cambia del colores con la caída del sol. En un momento los rayos del sol pasan por debajo de las nubes y se clavan horizontales sobre el. Los árboles del desierto arden iluminados y el Uluru se vuelve fuego: naranjas y rojos. Chispea.



Nos cubrimos y seguimos aguardando. Oscurece y sigue bajando la temperatura. Borgoñas y marrones. Anochece y nos vamos satisfechos. Hemos alcanzado nuestras expectativas. Cuando nos acostamos vuelve a llover con fuerza.


Día 16. (14-08-06).

Nos convocan al amanecer. Nos presentamos en hora a las 6:45. Hay demasiada luz para confiar en que lleguemos a tiempo. Partimos realizando la misma ruta anterior. Sin embargo, dejamos atrás el punto de parada de entonces y continuamos acercándonos a la roca mientras la rodeamos. Es emocionante. Cuando paramos estamos muy cerca de ella y el sol a nuestras espaldas parece que no le afecta. Repentinamente la cumbre del Uluru se ilumina y, de nuevo, brilla. Ahora parece dorado y va cayendo desde la cumbre al pie. Su relieve marca el dorado con sombras oscuras y allá la sombra de una nube nos recuerda de donde proviene la luz. Derrama el sol su luz sobre Uluru y este cambia su color y su carácter.

Ya puesto el día en pie, y tras al centro cultural, volvemos a la montaña. Al fin la vereda que se permite, nos acerca el pie y la mano a Uluru. Es rojo y duro.

Entiendes porque el nombre de roca. Sus cuevas son enormes y aparecen gastadas por el tiempo. Sus recodos te atrapan y pequeños lagos apoyan sus aguas contra la roca roja. Finalmente entiendes la calidad de sagrado para los aborígenes. Marcaron sobre ella símbolos sencillos, de hojas, árboles y animales. Nos cuentan que únicamente nos mostrarán unos pocos que guardan para si los más sagrados aquellos que pudiéramos profanar por ajenos. La roca parece haberse parado en un movimiento orgánico que continuará en cuanto todos nosotros nos alejemos y dejemos a a tierra en su digestión.

Vemos ríos negros sobre la roca. Vemos formaciones en su piel, huecos en sus paredes y todo se convierte en sobre natural. Pequeños y pasajeros frente a un ser mil milenario. Vemos la cuerda de hombres y mujeres que comienza la escalada. No es del gusto de los aborígenes y a simple vista se aprecia lo irreverente de la actividad. Los pasos humanos sobre la piel roja del Uluru dan ganas de dar un manotazo para deshacerse de la minúscula arrogancia.

Cuando nos vamos sabemos que hemos estado en uno de los centros del mundo. Seguro que alguna parte del cosmos gira aquí su simetría.